Definir al diseño es complicado. Tal vez porque no es una sola cosa, ni tiene límites claros. Se mueve entre la utilidad y la emoción, entre lo concreto y lo simbólico. A veces parece técnica, a veces arte, a veces intuición. Y quizá esa ambigüedad sea lo que más lo define. Diseñar es habitar ese espacio intermedio donde las ideas toman forma, donde mirar el mundo con atención se convierte en una forma de crearlo.
Desde esa misma mirada nace también el impulso de registrar, de capturar lo fugaz. Pienso a la fotografía como una contradicción hermosa, porque si bien congela momentos, el recuerdo de ese instante es lo más cálido que existe. No se trata solo de guardar una imagen, sino de preservar una sensación, un pequeño fragmento del tiempo que sigue latiendo.
El color transforma. Como el cielo que nunca se repite, los matices y contrastes construyen una experiencia, marcan un instante. No es solo estética: es emoción, es energía, es esa diferencia sutil pero poderosa entre lo común y lo inolvidable. En un mundo de pantallas y códigos, los colores son la conexión con lo real. La tecnología los traduce, los expande, los reinventa.
Porque una vida visualmente interesante no es un detalle menor, es una forma de sentir y habitar el mundo. Y cuando todo está en armonía, el resultado es algo que simplemente se siente bien.